Un grupo de hombres vestidos con traje militar se arremolinan en torno a una mesa en la que se ensayan técnicas de primeros auxilios sobre una figura de plástico. Para muchos, es el primer contacto con un hipotético escenario de asistencia a heridos de guerra. En la sala contigua se imparte una clase poco épica (y aun así indispensable) sobre las reglas de la contienda: si el enemigo se rinde, no se le puede atacar. Con estas breves lecciones, que más tarde continúan en unas trincheras y un pueblo que tratan de recrear las condiciones de la guerra en Ucrania, el ejército británico enseña unas claves sobre conflictos armados que buscan convertir en pocas semanas a un grupo de voluntarios en soldados desplegables en el frente contra los rusos. “He decidido combatir porque amo a mi país y a mi familia”, argumenta con sencillez un hombre de 47 años, algo envejecido, que en su vida anterior se dedicaba al mantenimiento de edificios y que pide ser identificado con el nombre de Alexánder.
A punto de cumplirse dos años desde la invasión a gran escala por parte de Rusia, la necesidad de nutrir el frente de guerra en Ucrania es más perentoria que nunca. El propio ejército ha reclamado incorporar hasta medio millón de nuevos reclutas. Consciente del reto, el mando militar británico acelera la formación de ucranios, en la inmensa mayoría de los casos civiles que se alistan voluntariamente en las Fuerzas Armadas y que, tras pasar unas semanas en el Reino Unido, regresan a su país para empuñar las armas. Sus dilemas son constantes. Moryachok, que acaba de cumplir 30 años en pleno entrenamiento, les oculta a sus hijos, de nueve y cinco años, su paso por el frente (él sí ha combatido previamente). De rostro adusto y discurso casi desafiante, este soldado niega sentir miedo ante lo que le aguarda. “¿Miedo, qué es eso?”, espeta, rodeado de mandos británicos y ucranios. Moryachok, que utiliza un apodo como todos los ucranios entrevistados para este reportaje, constituye uno de los más de 34.000 que han pasado por el entrenamiento que ofrece el Reino Unido dentro de la llamada Operación Interflex. En el proyecto colabora una decena de países.
El secretismo es absoluto. La visita, organizada por el Ministerio de Defensa británico y a la que EL PAÍS ha sido invitado esta semana junto con otros medios españoles, se desarrolla en una base militar del este de Inglaterra que las autoridades piden no identificar por motivos de seguridad. Se trata de una extensa y fría superficie poblada de barracones semicilíndricos levantados en buena medida durante la II Guerra Mundial y que hoy se dedica a la contienda que ha devuelto la guerra a suelo europeo. El ejército del Reino Unido, uno de los más activos en la formación de las fuerzas de Ucrania, emplea otras cinco bases repartidas en diferentes puntos del país para una instrucción que persigue convertir a voluntarios ―carpinteros, expertos en tecnologías, profesores…― en combatientes.
El coronel James Thurstan, comandante de la Operación Interflex, enfatiza en una sala de la base el propósito de su labor: “Pretendemos equipar a los soldados con el espíritu de ofensiva que se requiere para la guerra, para ir al campo de batalla y matar al enemigo”. Thurstan, que acompaña sus palabras con gestos enérgicos que refuerzan el mensaje, admite que constituye “un desafío movilizar a civiles que en un corto periodo de tiempo tienen que adquirir esos conocimientos”. Los cursillos más básicos duran cinco semanas. Los más avanzados, dirigidos principalmente a soldados profesionales y centrados en las dotes de liderazgo, se prolongan hasta 11. La edad media de los asistentes ronda los 25 años y apenas un 1% son mujeres, en buena medida encargadas de tareas de traducción porque la formación se imparte en inglés y el conocimiento del idioma no es un requisito para recibirla.
La parte más dura del entrenamiento suele desarrollarse en las trincheras, según explican los militares británicos implicados en estos cursos. Aunque cualquier ciudadano ucranio soporta temperaturas mucho más frías que las que se registran estos días el este de Inglaterra, pasar 48 horas ininterrumpidas agazapados en un suelo húmedo e irregular sin más abrigo que el uniforme militar consume grandes dosis de energía. Tampoco resulta sencilla la experiencia de sobrevivir en un pueblo semiderruido donde en cada escalera o pasadizo, todos a oscuras, puede acechar el enemigo.
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Completado el entrenamiento en el Reino Unido, los ucranios regresan a sus lugares de origen con un equipamiento básico para desplegarse ―casco, botas o chaleco antibalas; las armas no están incluidas― y la convicción de que están más preparados para combatir contra los rusos. Las mayores dificultades que encuentra estos días el Gobierno ucranio para reclutar a soldados que luchen en el frente ha llevado a incluir en estos cursos de adiestramiento a personas que hasta hace bien poco estaban fuera de la órbita militar. Es el caso de Andrii, un ciudadano de Kiev de 45 años que al principio no resultó elegido para la misión pero que hace tres meses se unió a las Fuerzas Armadas. “Ha llegado mi hora”, argumenta lacónicamente.
Con más o menos convicción, estos soldados tratan de blindarse frente al panorama cada vez más incierto que arroja la guerra en Ucrania. La contraofensiva está estancada y el apoyo occidental comienza a flaquear. Estados Unidos, principal sostén financiero y militar de Kiev, tiene graves problemas para desembolsar el dinero prometido. La UE, que a finales de 2023 dio el decisivo paso de abrir conversaciones de adhesión con Kiev, también revela algunas dificultades, esencialmente para sortear el veto de Hungría a un paquete de 50.000 millones de euros que Ucrania espera con impaciencia.
Un experto que ha desempeñado buena parte de su carrera en el Ministerio de Exteriores británico y que pide no ser identificado alerta de que Rusia mantiene ahora una ligera ventaja en la guerra, aunque no pueda sostenerla a largo plazo. Pero si las elecciones presidenciales en Estados Unidos dan la victoria a Donald Trump en noviembre, es muy probable que la ayuda a gran escala a Ucrania se resienta. “Es un riesgo potencial”, advierte e insta a los países europeos a tomar “decisiones difíciles” para mantener el apoyo al país invadido.
Esas dosis de realismo no parecen hacer mella en la moral de quienes abandonan por unas semanas su país para regresar convertidos en soldados. Desde una amplia sala donde los participantes en el curso matan su escaso tiempo libre jugando al ajedrez o al pimpón, Vedmid, de 28 años y mirada huidiza, solo contempla un escenario para acabar con una guerra que ha sacudido la escena mundial y ha provocado una enorme destrucción en el país del este: “Que los rusos se vayan y yo me quede en mi país”.
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