“Moriré de un disparo, pero no de hambre”, afirma Fayza mientras separa las aceitunas de las hojas sentada en el suelo. Tiene 62 años y se dedica desde pequeña a la cosecha de la aceituna en la población cisjordana de Salfit, en la zona con mayor producción de aceite de oliva de Palestina. Fayza y otros nueve miembros de su familia son los únicos de los alrededores que trabajan en los olivares en plena temporada de recolección. Todo apunta a que serán los últimos. Desde el 7 de octubre, cuando Hamás atacó Israel, las agresiones contra agricultores se han multiplicado por toda Cisjordania, impidiendo a los palestinos acceder a sus tierras, recoger la aceituna e incluso matándolos si se acercan demasiado a sus campos.
En Salfit no ha habido muertos, pero sí acoso y robo del producto. Lo cuenta Jamal Mustafá Abu Salimé, propietario de un olivar, que se considera “afortunado”. Él al menos puede cultivar este campo, el único de los cinco que posee. Ha renunciado ya a intentarlo en los otros —unas 200 hectáreas en el área C, controlada exclusivamente por Israel—, repartidos en las inmediaciones de la ciudad, debido al acoso de los colonos de Rosh, un asentamiento israelí cercano. A finales de octubre, lo intentó por última vez. Acudió antes de la hora habitual, a las cuatro de la madrugada, para sortear el acoso, pero no funcionó. En cuanto los 12 trabajadores de su cuadrilla empezaron a descargar los aperos, un dron los sobrevoló a muy poca distancia. Huyeron.
“Si veis el dron, bajad la cabeza”, avisa, señalando en dirección al asentamiento. También alerta de que es frecuente que les apunten con luces láser, pero eso no le preocupa. El asentamiento no es visible desde el olivar, a unos 700 metros de distancia. Por eso llevan cuatro días pudiendo ir a trabajar. Aun así, este 6 de noviembre han traído más máquinas para acelerar el proceso. “Es solo cuestión de tiempo que también vengan a por nosotros, así que tenemos que ir rápido”, asegura uno de los trabajadores, Mohamed Saed Al Hasan. Cuenta que cuando empezaron los ataques en otros campos, la familia se reunió y decidió no ponerse en riesgo acudiendo a recolectar, pero pasados unos días su padre cambió de opinión. “Somos 12 en la familia y no podemos renunciar a los 2.000 dólares que obtenemos del aceite”, explica. El propietario no les paga un salario, sino que comparte un porcentaje del beneficio y para ellos es su único ingreso. “Los colonos están intentando quitarnos la comida que ponemos en la mesa para después poder quedarse nuestras tierras”, dice.
Fayza, sin embargo, se niega a trabajar contra reloj. “Por supuesto que temo por mi vida, pero no pienso quedarme dentro de mi casa y cerrar la puerta, que es lo que buscan. Cada día, cuando vengo aquí y veo que ha habido otro ataque leo versos del Corán para protegernos, porque solo Alá determina cuándo es el momento en que vamos a morir”, dice. La mujer echa los ojos al cielo, hastiada, cuando se le pregunta qué ataques ha sufrido. El día anterior, dice, seis soldados del ejército israelí les cortaron el paso cuando salían del campo en dirección a casa. Les interrogaron y registraron. Aún tiene fresco cómo en unas tierras vecinas, a mayor altitud que estas, hace solo 12 días, el ejército entró con bullzoders para arrasar los cultivos. O cómo prácticamente cada noche brigadas de soldados entran en la ciudad para realizar redadas y detenciones. Justo en la entrada del olivar puede verse lo que queda de un poblado beduino arrasado, en el que vivían 40 personas que huyeron a mediados de octubre, después de que el ejército destruyera sus casas.
Únete a EL PAÍS para seguir toda la actualidad y leer sin límites.
Suscríbete
Todos coinciden en que la recolección de la aceituna en Salfit transcurría con relativa normalidad antes del 7 de octubre. “Desde que los israelíes empezaron a atacarnos, la Autoridad Nacional Palestina no ha hecho nada. Estamos solos en esto”, denuncia Salimé. En otras zonas de Cisjordania, la convivencia antes del ataque de Hamás no era tan tranquila. En lugares como Qusra, al suroeste de Nablús, los olivareros tenían que avisar al ejército israelí de que querían cosechar sus tierras y ellos les indicaban cuándo hacerlo: eran los soldados los que les protegían de los colonos. Pero con el estallido de la guerra, el ejército no solo ha dejado de protegerlos, sino que se ha unido a los ataques, según denuncia el alcalde, Mohamed Jabe. El resultado es que nadie en Qusra ha podido recolectar una sola aceituna.
Sin diferencias entre colonos y soldados
Ese punto de inflexión también se ha sentido en Salfit. Fayza dice que estaban acostumbrados a temer a los colonos de Rosh, pero ahora ya ni siquiera están seguros de cuándo los ataques proceden de ellos, y cuándo del ejército. “Los del asentamiento se visten con ropa militar, intento distinguirlos por la kipá”, dice. Salimé explica que en realidad la situación ha empeorado en los dos últimos años, desde que se creó este asentamiento. Rosh es pequeño, perteneciente a una sola familia dedicada a la ganadería de ovejas. “No es posible que una familia de 10 o 15 miembros sea la responsable de que no podamos cosechar hectáreas y hectáreas de olivos. No están solos”, protesta.
Resulta insólito ver al filo del mediodía a un grupo de trabajadores apurados vareando los olivos con el ruido ensordecedor de las máquinas. Lo que abunda son casos como el de Basel Al Arid, un agricultor de 52 años que atiende a EL PAÍS en su casa, ya que hace semanas que no puede acercarse a los dos campos que posee, con 75 árboles el primero y 30 el segundo. Asume ya, desconsolado, que ha perdido la cosecha. La última vez que lo intentó fue la semana anterior, en torno a las diez de la mañana, cuando cargó el material en la furgoneta. “Entonces me llamó un vecino del campo de al lado y me previno que cuando estaba recolectando, vinieron los colonos y les atacaron a él y a su mujer a punta de pistola. Les obligaron a poner en la camioneta del colono todo el equipamiento y los frutos, así que ahora también han perdido eso”, cuenta. No quiso arriesgarse.
Sus tierras colindan con los territorios ilegalmente ocupados por los colonos de Rosh, en un punto más elevado que los campos de Salimé, más vulnerables. No es capaz de calcular el impacto económico que tendrá esta situación sobre su familia y los trabajadores. Es su único sustento. “Tengo el permiso para trabajar en Israel, y ya lo hice hace tiempo, pero es que ahora ni siquiera puedo pasar”, explica. Los palestinos de Salfit no pueden utilizar la carretera principal, porque se cruza con una circunvalación construida para el asentamiento de Ariel y el ejército les impide el paso. Por eso y por los continuos controles fronterizos, los habitantes de la zona llevan un mes utilizando vías secundarias para llegar a la población. Pero no a sus campos.
Sigue toda la información internacional en Facebook y X, o en nuestra newsletter semanal.
Suscríbete para seguir leyendo
Lee sin límites
_