Ahmed enseña como un niño travieso una escalera de madera en el patio trasero de su inmueble. Admite que sea fotografiada a cambio de ocultar su nombre real, para que el ejército israelí no descubra el secreto que le permitió salir de casa durante semanas sin usar la puerta principal. Da a una carretera en la que se ven más soldados que locales, más perros abandonados que coches circulando y una hilera interminable de persianas comerciales bajadas. Todas las tiendas allí (unos 500) están cerradas por orden militar desde principios de octubre. “La escalera me ahorraba dos problemas: que los soldados no dejaban caminar por la acera y que me atacase un colono”, asegura junto a uno de los numerosos talleres automovilísticos cuyo cartel, en hebreo y árabe, recuerda que, antes de asemejarse a una ciudad fantasma, Huwara era sinónimo de comercio, como lugar de paso. La carretera a la que da la casa de Ahmed atraviesa Cisjordania en vertical, sirviendo a diario tanto a locales como a colonos israelíes, que en esta zona se distinguen particularmente por su fervor ideológico-religioso.
En una Cisjordania basada en la separación (carreteras segregadas, barreras al movimiento…), la vía principal de Huwara ―al sur de la ciudad de Nablus y con 7.500 habitantes― es un extraño punto de confluencia. En épocas más tranquilas, tanto judíos como árabes reparaban aquí sus coches por ser más barato. Ahora es un punto caliente del conflicto, antes incluso de que la guerra en Gaza salpicase a Cisjordania, desatando tres muertes diarias de palestinos, arrestos en masa, redadas, disturbios, reivindicaciones de Hamás y más restricciones de movimientos. Ya en agosto, dos israelíes fueron asesinados en un taller de lavado de coches. El ejército arrestó el mes pasado al presunto atacante (aún no ha sido juzgado) y demolió este martes su casa familiar.
El 5 de octubre, apenas dos días antes del ataque masivo de Hamás, un diputado ultraderechista israelí se plantó ―hiperprotegido por soldados― en esa misma carretera para montar uno de los tabernáculos de la festividad judía de Sucot, mientras otros colonos ultranacionalistas asaltaban comercios y organizaban una clase de Torá. La provocación, en represalia a un ataque horas antes, acabó con unos y otros lanzándose piedras y un palestino muerto por disparos de un colono.
Como en anteriores ocasiones, la respuesta del ejército fue el castigo colectivo a Huwara. Ordenó el cierre de todos los comercios de la carretera: gasolineras, panaderías, talleres, colmados, restaurantes de shawarma [sándwich típico de Oriente Próximo]… También las tiendas para recargar la tarjeta del móvil o adquirir piedra de una cantera cercana. “Nuestras vidas importan más que la libertad de movimiento (y comercio) de los palestinos. Seguiremos diciendo esta verdad y trabajando para su materialización”, indicó entonces el también ultranacionalista ministro de Seguridad Nacional, Itamar Ben Gvir.
Ya en febrero, decenas de colonos radicales se habían grabado rezando con las llamas de fondo tras matar a un palestino e incendiar decenas de sus casas y vehículos. Otro ministro del sionismo religioso, Bezalel Smotrich (Finanzas), defendió justo después “borrar Huwara”. Pero de mano de los soldados, no de civiles, matizó luego.
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Hoy, los 1.200 muertos del ataque de Hamás el 7 de octubre se notan en los nervios a flor de piel de los soldados. No tardan más de dos minutos en disolver cualquier conversación en la acera. Aún se ven las ruinas de una pizzería demolida por ilustrar un anuncio en Facebook con la imagen de una anciana israelí que los milicianos acababan de tomar como rehén.
Ahmed, sin embargo, está contento, porque es viernes (el día del rezo musulmán más importante) y, por primera vez desde septiembre, puede ir a la mezquita en la otra parte de la localidad. Se ha levantado la prohibición de cruzar la carretera, aunque siga el bloqueo de casi todos los accesos desde las bocacalles. El ejército mantiene barreras de seguridad, grandes bloques de cemento o montículos de arena que obligan a sus habitantes a dar largos rodeos que convierten un trayecto de pocos minutos en una travesía.
Su hijo Alaa regresa de Nablus cargado de bolsas de plástico con pañales y comida. Hace allí la compra ―donde gobierna la Autoridad Nacional Palestina (ANP) y sobran los comercios abiertos― aprovechando que tiene permiso para cruzar el puesto de control militar porque trabaja como enfermero en el hospital de la ciudad. Sus hijos asoman la cabeza por los barrotes de las ventanas. “Llevan semanas sin poder salir. No es vida. Les afecta al ánimo. Y el mismo soldado que antes [del 7 de octubre] jugueteaba con ellos ahora los apunta con el rifle”, cuenta.
Los militares permiten a un minibus escolar cruzar por primera vez en semanas. Lo registran en el retén, mientras en el otro sentido (hacia Jerusalén) circulan sin problemas coches con matrícula amarilla (israelí) y pasajeros vestidos como los colonos ultranacionalistas que imperan en la zona. Como Cisjordania es territorio ocupado desde la Guerra de los Seis Días de 1967, los palestinos están sometidos a la legislación castrense y los israelíes, a la civil de su país.
Las Fuerzas Armadas han abierto un poco la mano (50 tiendas en la carretera podrán reabrir) porque la ministra de Transportes, Miri Regev, inauguró el 12 de noviembre una carretera solo para israelíes, que se alza sobre una rotonda vigilada por soldados. El liderazgo colono empujó durante años para su construcción ante el incremento de los ataques, para poder circular sin toparse con palestinos. Sirve a los 8.000 habitantes de cuatro asentamientos asociados a casos de violencia contra civiles palestinos. El coste para el erario público es de 43.000 séquels (casi 11.000 euros) por colono, según la principal ONG pacifista de Israel, Shalom Ajshav (Paz Ahora).
Ahora que pueden emplear un primer tramo, los colonos insisten en usar ambas. Uno de sus activistas, el rabino Menajem Ben Shahar (que calificó en un vídeo de “ético y legítimo” destruir todas las casas de Huwara), cree que renunciar a la antigua carretera daría “una clara victoria a los terroristas nazis” de la localidad. El ejército cedió tras “fuertes presiones” bajo cuerda del representante de colonos de la zona, Yossi Dagan, según el canal 14 de la televisión nacional.
“Quieren mostrar presencia, que se note que pueden pasar por esta y hacer que las tiendas sigan cerradas”, protesta el alcalde, Moin Dmeidi. Él, en cambio, tuvo que coordinar durante semanas con las autoridades militares israelíes poderse mover o que el panadero llevase bolsas de pitas a los domicilios. Mide sus palabras porque su situación es delicada: Huwara está en la zona de Cisjordania (B) con la seguridad bajo control israelí y el día a día administrativo, de la ANP, según la división establecida en los Acuerdos de Oslo (1993), así que no quiere dinamitar los puentes.
“Ahora en teoría podemos movernos, pero ¿ves? La gente no sale. Tiene miedo. Más de los colonos de que de los soldados, que además los protegen. También de los soldados, con los que antes podías incluso hablar y ahora temes que te disparen”, asegura Murad Raziq Sharab, mecánico de 33 años que se ha quedado sin clientes. Todos, dice, eran israelíes. Según habla, un grupo de militares se acercan en un todoterreno para dejar claro que la charla no puede atraer más gente y que se forme un grupo.
Estos días, las dimensiones del palo y de la zanahoria dependen a veces del estado de ánimo de los militares que vigilan Huwara. “Yo podría ir al centro en coche, pero no me atrevo. A veces no me dejan pasar y siempre tengo el miedo de que no me dejen volver a casa”, dice Alaa.
La situación destroza los bolsillos de Huwara. Es mediodía y nadie ha entrado aún en la tienda de las hermanas Jitam e Itab Ahmad Udi, según cuentan sin rastro de autocompasión. “Es que a la gente apenas le queda dinero para las cosas que nosotras vendemos”, dice Jitam. Son cosméticos y regalos de plástico o de papel. Baratos, pero prescindibles. Algo parecido le sucede a Suleiman Rami Odi, de 28 años. Muestra una larga lista de nombres apuntada a bolígrafo en una cartulina blanca. “Son todos a los que he fiado hoy. Ya me lo darán. No me sale cobrarles. Es gente que ganaba unos 2.000 séquels [unos 400 euros] y ahora no está trabajando”.
Unos tres metros salvan al colmado que atiende Karim Ahmed, de 21 años. Está en el “lado bueno” de Huwara (el que no está obligado a cerrar), casi tocando con una barrera de acero amarilla que los soldados pueden subir para dar paso a la carretera. No sucede desde el 7 de octubre. Los estantes están medio vacíos y no queda tabaco, tan codiciado entre los palestinos como el propio humus con pan de pita. “Los proveedores no se atreven a acercarse”, justifica. “Y eso que hoy no están los soldados. Cuando se ponen aquí al lado tres o cuatro tampoco vienen los clientes”. Antes de la guerra en Gaza, calcula, hacía una caja de 4.000 a 5.000 séquels (1.000 a 1.200 euros); ahora ronda los 1.000 (250 euros).
Ahmed muestra en el móvil imágenes de sus cámaras de seguridad. Se ve a tres soldados entrar en la tienda, robar unos mecheros sobre el mostrador e irse dando patadas a las cosas. “A veces se llevan el tabaco sin pagar y notas que no es por el dinero. Es porque pueden”, dice. “Para mostrar que pueden”.
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