Aquel domingo, cuando estalló el pandemonio en una Brasilia aletargada por las vacaciones de Año Nuevo, el coronel en la reserva Adriano Testoni, de 56 años, estaba allí, en la plaza donde late el corazón de la democracia brasileña. Enfundado en una camiseta de la selección brasileña y grabándose con el móvil. “Fuerzas Armadas, ¡hijas de puta! Hatajo de generales, ¡hijos de puta! ¡Cobardes! ¡Mirad lo que nos hacen! ¡Nuestro ejército es una mierda!”, vociferaba ante la pantalla mientras soltaba espuma por la boca. Espuma, literalmente. Era el 8 de enero de 2023. Se acababa de cumplir el aniversario del asalto al Capitolio en Washington. Como trasfondo, tanto en Estados Unidos como en Brasil, teorías conspiratorias sobre un supuesto fraude electoral.
El coronel y su esposa, farmacéutica, también con una camiseta amarilla, huían de los gases lacrimógenos con los que la policía intentaba neutralizar a la turba bolsonarista que invadía la Presidencia, el Congreso y el Tribunal Supremo. Los movilizados soñaban con desatar el caos, que interviniesen las Fuerzas Armadas y arrebataran el poder a Luiz Inácio Lula da Silva, que llevaba una semana justa como presidente. Ese vídeo, difundido por un sentimiento de agravio, de impunidad, por vanidad o pura estupidez, fue clave para condenar a Testoni.
Aquel domingo, “la desconfianza de Lula hacia los militares aumentó exponencialmente”, afirma Fabio Victor, autor del libro Poder camuflado. Os militares e a política, do fim da ditadura á alianza com Bolsonaro. El periodista pone dos ejemplos: el presidente decidió no decretar una operación de Garantía de la Ley y el Orden, que hubiera movilizado a los militares para poner orden en el caos, sino una intervención de la seguridad bajo control civil. Tres horas y más de un millar de detenciones después, el orden quedó restablecido.
Llegó entonces la segunda decisión. Destitución fulminante de decenas de militares que ejercían de ayudantes de órdenes en la Presidencia. Lula puso su seguridad en manos de la Policía Federal. “Después se echó atrás, pero la seguridad de la primera dama sigue en manos de la policía. Ella se fía de los militares menos todavía que el marido”, apunta Victor. Dos semanas después, Lula relevó al jefe del Ejército por falta de confianza.
Este lunes 8, el presidente encabezará un acto en Brasilia, en el Senado, para celebrar la democracia en el primer aniversario del ataque. Se espera que acudan los jefes de las Fuerzas Armadas, del Congreso, del Supremo y parte de los gobernadores; los aliados a Bolsonaro han puesto todo tipo de excusas para ausentarse.
Los uniformados castigados hasta ahora por el asalto golpista se cuentan con los dedos de una mano. Se desconoce cuántos entre los más de 1.000 detenidos aquel domingo 8 de enero y el lunes eran militares o policías. Los primeros 30 condenados, todos civiles, todos autores materiales, han recibido penas ejemplares, de hasta 17 años de cárcel. Para que a nadie se le ocurra imitarles.
En cambio, el castigo a los militares ha sido, hasta ahora, puntual y leve. El vociferante del vídeo, el coronel Testoni, fue condenado en un tribunal militar a un mes y 18 días en régimen abierto por injurias. La justicia castrense ha castigado a dos más por indisciplina. “No existe constancia pública todavía de castigos a oficiales que fueron parte de la trama insurrecta, apenas a un par que ofendieron a los altos mandos o insuflaron retórica golpista en redes sociales”, advierte el profesor del Instituto de Estudios Estratégicos de la Universidad Federal Fluminense Eduardo Heleno.
Las Fuerzas Armadas —sobre todo el ejército y la tropa, más que los mandos— son un gran caladero de votos de Bolsonaro, que el día del asalto estaba en Estados Unidos. El anterior presidente, capitán del Ejército en la reserva, sigue en calidad de investigado por instigar los actos antidemocráticos, pero dos subalternos directos suyos, ambos uniformados, son los encarcelados más relevantes del caso: el teniente coronel Mauro Cid, el ayudante de órdenes que le llevaba el móvil, y su ministro de Justicia Anderson Torres, un policía militar que, cuando se entregó a la policía, se olvidó convenientemente el teléfono móvil. Ambos están en prisión domiciliaria.
Una relación “delicada”
La relación de Lula, comandante jefe de las Fuerzas Armadas, con esta institución es, un año después, “muy delicada”, según el periodista Victor. “Diría que está marcada por una tensión permanente, controlada por la histórica naturaleza conciliatoria de Lula”. El tres veces presidente huye de la confrontación directa como de la peste. Lo suyo es la negociación para lograr acuerdos que, sea como sea, dejen satisfechas (o insatisfechas) a ambas partes. Combatió a la dictadura a golpe de huelga, como líder sindical en las fábricas de São Paulo.
Reflejo de ese carácter conciliador es su elección de ministro de Defensa, coinciden los observadores. José Múcio, de 75 años, es un político de derechas, amigo de Lula que, según el autor de Poder camuflado, “se encarga de satisfacer los intereses de los militares y evitar castigos a los miembros de las Fuerzas Armadas, como exige la izquierda”.
El ministro sostenía, este viernes en una entrevista con O Globo, que “había voluntad de golpe, pero las Fuerzas Armadas no querían”. Para Múcio, aquello fracasó porque no había líder. Y sin eso, no hay revolución, dice. “Eran señoras, niños, chavales, muchachas… como si fuese un gran pícnic (…). Fue un movimiento de vándalos financiados por empresarios irresponsables”. Para su jefe, el presidente Lula, fue resultado de un pacto entre Bolsonaro y el gobernador del Distrito Federal con la policía del ejército y la capitalina.
En la política de Brasil, generalmente todo se cuece a fuego lento, por capítulos. La puesta en escena es crucial, y jugar con los tiempos, una habilidad esencial para mantener el protagonismo. Por eso, en 2018, los tuits del jefe del Ejército, el general Eduardo Vilas Boas, fueron como detonar la bomba atómica. Debatía el Tribunal Supremo si encarcelar a Lula (y apartarlo de la carrera electoral), cuando tuiteó contra la impunidad, apelando a la Constitución y advirtió de que el ejército “se mantiene atento a sus misiones institucionales”. Los bolsonaristas se aferran al polémico artículo 142 para otorgar a los militares un supuesto poder moderador, que la máxima corte niega.
Enorme ha sido en la historia brasileña el protagonismo de sus Fuerzas Armadas, sea para instaurar la república, en 1889, o para derrocar a presidentes legítimos como Getúlio Vargas (en su etapa democrática, tuvo otra dictatorial) o João Goulart.
Vista la afición brasileña por las comisiones parlamentarias de investigación, la intentona golpista de 2023 tuvo la suya. Como en un mundo al revés, la impulsó el bolsonarismo ante las reticencias iniciales del Partido de los Trabajadores de Lula. Concluyó con la recomendación de que Bolsonaro y 60 personas más sean procesadas, la mitad, militares, incluidos 8 generales. Eso fue en octubre pasado. El balón está en el tejado de la Fiscalía, que aún no ha dicho esta boca es mía.
El profesor Heleno recalca que el asalto a Brasilia fue la culminación de un proceso. Las acampadas ante los cuarteles pidiendo una intervención militar para impedir que Lula regresara al poder cumplían más de dos meses. Un general impidió que el campamento golpista instalado frente al Cuartel General del Ejército, en Brasilia, fuera desmantelado aquel mismo domingo por la noche, como quiso la policía. Los agentes tuvieron que volver al amanecer y, para entonces, muchos de los participantes, incluidos militares y sus familias, se habían ido a casa.
El pragmático Lula también ha resucitado su vieja estrategia para cortejar a los militares: conquistarlos vía presupuesto sin tocar sus privilegios. El megaprograma de inversiones públicas con el que el izquierdista pretende reactivar la economía incluye 10.000 millones de euros (11.000 millones de dólares) para submarinos nucleares, fragatas, nuevos blindados, etcétera. Mientras, miles de hijas solteras de militares siguen disfrutando de la jugosa pensión que sus padres les dejaron en herencia.
Las Fuerzas Armadas han perdido credibilidad y apoyo social en el último año, según muestran las encuestas. No solo porque con Bolsonaro se contaminaron de partidismo —el ultra tenía más generales que mujeres en el Gobierno—, sino por los errores en la pandemia o escándalos como el de las joyas saudíes. Y como colofón, el asalto de Brasilia. Con Bolsonaro derrotado e inhabilitado, la alianza con las Fuerzas Armadas se ha roto, pero sigue siendo el político que mejor sintoniza con la soldadesca.
Este año en los cuarteles no se ha celebrado oficialmente el aniversario del golpe de Estado de 1964, como ocurrió en la etapa de Bolsonaro. Pero tanto el periodista como el profesor coinciden en que el control civil sobre los militares brasileños es aún reducido. En palabras del primero, “los uniformados han regresado temporalmente a las sombras, obligados por las circunstancias. Pero la tarea de despolitizar los cuarteles es compleja y podría llevar mucho tiempo, si alguna vez se completa”.
Para empeorar el delicado cuadro, lo impensable se ha materializado a las puertas de casa: la amenaza de una guerra. Brasil hace frontera con Venezuela y con Guyana, donde está el rico y minúsculo territorio del Esequibo, corazón de la disputa. Los militares brasileños vuelven a estar en alerta por una amenaza exterior.
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