El domingo, en su casa de Ramala, Abu Omar se acostó con esperanza, pero amaneció sin ella. El gabinete de guerra israelí había vuelto a posponer la votación para permitir de nuevo la entrada a los 200.000 palestinos de Cisjordania que, como él, solían cruzar cada día a trabajar al país o a los asentamientos judíos. Hasta el 7 de octubre, cuando Hamás mató a unas 1.200 personas en su ataque masivo y se instauró el mantra de que algunos de los jornaleros gazatíes habían aprovechado su paso por Israel para recabar información. Los mucho más numerosos trabajadores de Cisjordania también se convirtieron en sospechosos de la noche a la mañana y las autoridades militares israelíes congelaron sus permisos de trabajo y de acceso hasta nuevo aviso. Llevan más de dos meses sin unos ingresos de los que normalmente depende toda la familia. La medida no solo afecta a personas con nombres y apellidos. También a un sostén clave de la economía palestina, tan disfuncional como marcada por la ocupación militar y la dependencia de Israel. Son un 22% de la fuerza laboral de Cisjordania y sus ingresos impulsan en casa a otros sectores económicos.
Ahora, Abu Omar se resigna a esperar. De 56 años, casado y con tres hijos, desea lo mismo que los empresarios israelíes de la industria, la agricultura y, sobre todo, la construcción: volver a trabajar. “No es amor. Ellos necesitan nuestras manos y nosotros, su dinero”, sentencia en la mezquita de Ramala a la que suele acudir a rezar. Ganaba unos 10.000 séqueles (unos 2.500 euros) mensuales. Desde el 7 de octubre solo ha encontrado trabajo dos días en Cisjordania, cobrando un tercio.
Aun así, se considera un afortunado, porque tiene casa en propiedad. La familia va limando los ahorros que acumuló para el matrimonio de su hijo. Abu Omar lleva cuatro décadas poniendo ladrillos en Israel, así que ha vivido otros parones, como durante las dos intifadas o en la guerra del Golfo (1991), cuando el Irak de Sadam Hussein lanzó misiles contra Israel en represalia por el ataque de su aliado Estados Unidos. “Entonces, algo había que hacer aquí. Ahora no hay trabajo para nadie. Vivimos en modo supervivencia, sin saber lo que va a pasar mañana”, lamenta.
Quizás lo sepa este domingo, cuando se reúna de nuevo el gabinete. El primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, aplazó la votación en dos ocasiones por miedo a perderla. Él apoya el regreso de los trabajadores cisjordanos, según su asesor económico, Avi Simhon. También los empresarios, que se han quedado sin una mano de obra barata, cautiva y con suficiente conocimiento de hebreo para entender las tareas: unos 160.000 en Israel y otros 40.000 en asentamientos y parques industriales cercanos. “El sector de la construcción y de las obras públicas está cerrado. Es perder 10.000 millones de séqueles al mes”, argumenta Simhon.
También están a favor los servicios de inteligencia y el ejército. Les preocupa más el estallido de violencia que pueda surgir tras dejar sin ingresos sine die a cientos de miles de cisjordanos que el riesgo de reabrir las puertas de Israel a quienes ya entraban a diario sin incidentes hasta el ataque de Hamás. Plantean, eso sí, conceder permisos solo a hombres casados mayores de 35 años, vigilar estrictamente sus traslados desde el puesto de control militar o impedirles andar fuera del espacio de trabajo. La televisión pública habla de un sistema de monitoreo, probablemente similar a una pulsera telemática.
El pasado domingo, el gabinete de guerra debatió la propuesta, pero no la votó. Sí lo hizo justo antes el gabinete socioeconómico, que preside el líder de la ultraderecha, el ministro de Finanzas, Bezalel Smotrich. De los 15 miembros, 13 se pronunciaron en contra y los otros dos se abstuvieron, indicó Smotrich en un comunicado en el que pidió “alternativas” para esos sectores. “El dinero y los permisos de construcción no compran paz. Quien nos ha matado porque no había dinero nos matará también cuando lo haya. La seguridad de los ciudadanos de Israel es lo primero”.
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Otro ministro, Gideon Saar, acusó a los partidarios de “olvidar cuántos” hombres casados de más de 35 años participaron en el ataque de Hamás. “¿Queréis traer al enemigo a Israel? ¿Estáis locos? No habéis aprendido nada del 7 de octubre”, les lanzó el titular de Economía, Nir Barkat.
Jaled admite con pena que ni siquiera entraría en esa categoría. Tiene 30 años, los cinco últimos trabajando en una empresa de pastelería en el polígono industrial de Atarot, al otro lado del muro de separación. Un amigo se ha apiadado y le paga cada día entre 50 y 100 séqueles (“según la clientela que haya”, dice) por atender las mesas y llevar la caja durante 12 horas en su cafetería. “Estamos en diciembre y no he pagado el alquiler de noviembre. El casero me lo pide y le digo: ‘Es que no tengo, en cuanto tenga es lo primero que haré”, cuenta alicaído y aparentemente avergonzado de no poder dar una vida mejor a su mujer y sus hijos, de cuatro años y seis meses. “Vamos al límite. Lo que recibo es con lo que comemos. En estos dos meses se nos han ido todos los ahorros entre alquiler, electricidad, pañales y agua”. Su padre no les puede ayudar: levantaba casas en Tel Aviv y está en la misma situación.
Además de deudas, Jaled enumera sus temores: “A que ya no quieran que volvamos. O a que lo haga y me ataque un colono… Aunque necesito el dinero, creo que, cuando se pueda volver, esperaré unos 10 días a ver cómo están las cosas”.
“Dejar de depender”
Assaf Adiv es el director ejecutivo de Maan, una conocida asociación que defiende tanto a trabajadores israelíes como palestinos, ayudándoles a sindicarse, a elegir un comité de empresa o a reclamar sus derechos. Insiste en que el veto actual “no supone solo un problema para las familias, sino también para sus localidades”, que dependen parcialmente de esos séqueles (Israel y Palestina tienen la misma moneda). Adiv recuerda que hay otros 40.000 cisjordanos que solían entrar por distintos motivos (permisos especiales para labrar sus tierras al otro lado o buscar empleo durante dos meses) más los que solían cruzar la barrera de forma ilegal y ahora no se atreven.
El director general de Instituto de Investigación de Políticas Económicas de Palestina MAS, Raya Jalidi, no se muestra optimista al teléfono. Teme el “impacto recesionista” de la situación y asegura que la diferencia con crisis anteriores, como la expulsión de los trabajadores al comenzar la Segunda Intifada en 2000, es que la Autoridad Nacional Palestina ―en bancarrota y a la que Israel retiene fondos que le corresponden― carece de capacidad para absorber trabajadores. “Va a ser una crisis sin fin claro. Y aunque a corto plazo permitan que vuelvan, Israel va a virar para dejar de depender de los trabajadores palestinos”, señala.
Israel viene sustituyendo desde hace años a los palestinos por extranjeros para tareas poco agradecidas que no quieren cubrir sus ciudadanos. Acordaba cuotas con los países de origen y la obligación de que se marchasen pasados cinco años, en una política destinada a impedir la absorción de población no judía.
Según datos de la Autoridad de Población y Migración, eran sobre todo tailandeses (29.000), filipinos (28.300) y chinos (12.000). Los primeros ejercían en la agricultura, a menudo en los kibutz y cultivos cerca de Gaza. Por eso, decenas de ellos fueron asesinados o secuestrados el 7 de octubre. El resto de sus compatriotas ―más los 12.000 chinos, que se dedicaban al ladrillo― se han marchado desde entonces, dejando un agujero de terrenos vacíos y edificios a medias que Israel trata de paliar ahora con una mezcla de voluntarios, permisos para palestinos y acuerdos con países más pobres. El Ministerio de Trabajo de Kenia anunció la pasada semana que enviará 1.500 granjeros a Israel. Su aliada Malawi ha despachado más de 400 en un pacto secreto que desveló la oposición.
El presidente de la corporación de empresas de personal en la industria de la construcción de Israel, Eldad Nitzan, se quejaba recientemente en el diario económico Calcalist de que la ausencia de palestinos encarece hasta un 20% el coste en mano de obra. La conclusión del debate en el Comité de Interior del Parlamento la semana pasada fue que resulta imposible cubrir rápida y eficazmente los huecos, porque los países temen enviar a sus ciudadanos a un territorio en guerra.
En realidad, la ausencia palestina no es completa. Sin apenas publicidad, unos cuantos miles han seguido entrando. Unos 10.000, a los asentamientos judíos en el territorio ocupado de Cisjordania, a petición de las administraciones locales. Se trata de una paradoja, ya que es por lo general el campo político más opuesto a la entrada de trabajadores cisjordanos. Un reflejo, para Adiv, de “la hipocresía del debate”, que se ha convertido en “un asunto político para hacer propaganda de quién es más patriota”.
Otros 5.000 cisjordanos siguen trabajando, tanto en Israel como en las colonias, en sectores considerados vitales en tiempo de guerra, como hospitales o fábricas de alimentación y de uniformes militares.
Abdala es uno de ellos. Solo acepta dar su nombre (sin apellido) y retratarse de espaldas, consciente del estigma que supone para los suyos convertirse en un engranaje de la industria israelí justo cuando su ejército bombardea Gaza sin cesar. Más aún cuando, como sospecha, está preparando raciones de carne para los soldados. “Sea por mí o sin mí, esos soldados van a acabar comiendo”, justifica. “Para mí es solo un trabajo, me da igual”, añade hasta dos veces. Casado y con dos hijas, gana entre 9.000 y 10.000 séqueles. En Cisjordania, cobraba 3.000.
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