España funciona para Europa. Sus anteriores cuatro presidencias semestrales (1989, 1995, 2002 y 2010), con Gobiernos de distinto signo, fueron dignas. Lo milagroso es que esta, a punto de acabar, también haya sido eficaz.
Porque si la de Rodríguez Zapatero tuvo que bracear con la Gran Recesión, la actual se ha enfrentado a demasiados factores paralizantes.
Europeos: el alza de los partidos ultras; la insólita agresividad de un Gobierno iliberal (Hungría) contra destacados avances federalizantes (inmigración, ampliación, marco presupuestario); la tensión partidista ante la proximidad de las elecciones (junio 2024); las dos guerras de proximidad, en Ucrania y Palestina, esta última estructuralmente divisiva (por la historia de Alemania en la cuestión judía); la persistencia de la inflación; el auge de los proteccionismos y de la doble pinza EE UU-China.
Y domésticos: la coincidencia con la digestión de los comicios municipales y autonómicos del 28-M, que copó los focos de discusión; la coyuntura preelectoral del 23-J, que dificultaba los acuerdos de Estado; y el insólito uso distorsionador de las instancias europeas para provecho propio de la oposición interna.
Así que los acuerdos alcanzados este semestre —a los que España ha contribuido en distinta medida— han sido relevantes: sobre la ampliación a Ucrania, con el prediseño de un nuevo modelo de integración gradual; el mantenimiento del rumbo en la defensa de Kiev pese a las fatigas propias y sobre todo de Washington; la recuperación del diálogo estructurado con América Latina (pese al fracaso con Mercosur); o los avances en normas como las de inteligencia artificial o protección de la naturaleza (aunque no sobre la violencia de género). Y se han coronado con la tripleta reforma energética (y decisiva aportación al acuerdo de cambio climático de la COP 28)/inmigración/reglas fiscales.
En todos España ambicionó un máximo común múltiplo; en casi todos (como es regla de costumbre comunitaria, aunque esta vez más ardua) alcanzó un mínimo común denominador. Notable, tratándose de expedientes antiguos, reiteradamente bloqueados (el pacto migratorio, desde 2020, con raíces desde al menos la oleada de 2015), demasiado nuevos (energía) o que generan mucha confrontación.
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El europeísmo español, aunque se declina más en formato pragmático que en el idealismo romántico de los tiempos de nuestra integración —lo que es común, por lo demás, en toda Europa—, sigue cosechando resultados, y dados los constreñimientos, con tanta o más eficacia relativa. Por más que el aparato del Estado, y en menor grado de la sociedad, se haya volcado en el semestre, la explicación profunda de esta línea de continuidad se debe seguramente a la especial identificación de este viejo país con la Europa en refundación.
Y no solo gracias al anhelo atávico de los españoles por volver a la casa europea, designio aún movilizador, pero cumplido. Sino por el hecho estructural y sinérgico de que España es, en sí misma, una Europa en pequeño. Por su diversidad cultural y lingüística (y su proyección histórica a socios clave, en Latinoamérica y el Mediterráneo). Por disponer de un norte bastante Norte y un sur muy Sur. Por su antinomia agrícola mediterránea/continental. Por la enorme variedad de su especialización productiva, que se reclama de activos y pasivos: su vanguardismo en energías nuevas, su lentitud en digitalización. Por ser país de frontera, en que los vecinos llegan como gran oportunidad (empleo) y desafíos nada menores (servicios de acogida). Lo que sucede en España se cuece, como en simbiosis, en toda la Unión Europea.
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