Blanca Garcés, investigadora del Cidob: “Históricamente, Europa sitúa al inmigrante como cabeza de turco de todos sus males” | Internacional

Blanca Garcés, investigadora del Cidob: “Históricamente, Europa sitúa al inmigrante como cabeza de turco de todos sus males” | Internacional

Blanca Garcés (Barcelona, 1976), investigadora del área de Migraciones del centro de análisis Cidob, cita la frase pronunciada por la líder birmana Aung San Suu Kyi “la exclusión de hoy es el conflicto de mañana” para advertir sobre los riesgos de gestionar mal la llegada de inmigrantes. Quizá Suu Kyi no es hoy el ejemplo que fue cuando recibió el Nobel de la Paz, pero la frase pesa como una losa y sirve a la perfección. Licenciada en Historia y Antropología, autora de varios libros sobre inmigración e integración, Garcés ha profundizado en los últimos años en el análisis de los discursos políticos sobre asilo en Europa. Ha tenido una buena muestra de estudio en las negociaciones para el pacto migratorio sellado en Bruselas esta semana. Garcés, crítica con el acuerdo, advierte de que una victoria de la ultraderecha en las elecciones de junio al Parlamento Europeo podría llevar “hacia posiciones más restrictivas”.

Pregunta. ¿Qué le parece el pacto migratorio y de asilo alcanzado en la UE?

Respuesta. El anuncio del pacto es, sobre todo, político porque había necesidad urgente de un acuerdo, del consenso, antes de llegar a las elecciones europeas del año que viene, y a las presidencias [de la UE] de Hungría y Polonia. Se celebra más el hecho de que hay un pacto que el pacto en sí. Pero todavía tiene muchas deficiencias. En primer lugar, formales: hay muchas cosas que acordar en términos de implementación, de financiación… Pero, además, el pacto mantiene todas las contradicciones de las políticas europeas de asilo y migración hasta ahora. Y no las resuelve.

P. ¿Qué contradicciones?

R. El vicepresidente de la Comisión Europea [Margaritis Schinas] siempre explica el pacto como una casa de tres pisos: la dimensión exterior con los terceros países; las políticas de frontera, y la solidaridad entre los Estados. Hay una contradicción en cada piso. En el primero, porque la dependencia con terceros países para reducir las llegadas irregulares y gestionar el retorno, las deportaciones, nos ponen en sus manos políticamente; tienen una carta para pedir algo a cambio. El ejemplo perfecto es el Sáhara Occidental [y Marruecos]. Para el retorno, que es un pilar básico de las políticas europeas, necesitas la voluntad de estos países, que no suelen tener intención de avanzar en este sentido porque es muy costoso a nivel político para ellos.

La segunda contradicción tiene que ver con la frontera. Se propone reducir las garantías legales en frontera, el acceso al asilo, implantar procedimientos rápidos, el screening (identificación), y alargar los tiempos de detención. Habrá que ver si esto es compatible con la legislación internacional, europea, nacional y los derechos humanos. En tercer lugar, se ha llegado al acuerdo a partir de una solidaridad a la carta, obligatoria, pero que depende de cada Estado. El Parlamento y la Comisión renuncian a lo que era una línea roja. Además, hay países como Hungría y Polonia que han dicho que no lo van a implementar, que son contrarios al pacto.

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P. ¿Cómo ha modificado el auge de la ultraderecha las políticas migratorias de Europa?

R. Hay políticas y debates ahora en Francia, el Reino Unido o Alemania que serían impensables hace cinco o diez años. Hay una deriva hacia posiciones más restrictivas, más antinmigración y, diría, más iliberales, cuestionando derechos fundamentales. Tienen que ver con el auge de la extrema derecha y la adopción por otros partidos de los principios y asunciones principales de la ultraderecha, que es una política de inmigración cero, políticas excluyentes para los que ya están, reducción de derechos, de la acogida, etc. Y eso, a su paso, refuerza a la extrema derecha porque, en el momento en el que asumes sus puntos de partida como propios, los estás validando y dando alas en procesos electorales.

P. ¿Por qué es la inmigración la que se instrumentaliza en las actuales campañas políticas?

R. En un contexto de crisis múltiple, socioeconómica, de identidad, políticas sociales, de futuro, de incertidumbre generalizas, históricamente Europa ha acabado encontrando al inmigrante como cabeza de turco de todos sus males. En el fondo, lo que hace es buscar una respuesta fácil a problemas complejos y malestares reales. Los discursos progresistas o proinmigración no acaban de identificar que los malestares son reales y, en todo caso, las respuestas son equivocadas. No solo es una batalla de narrativas, sino que esa deriva hacia la extrema derecha y la antinmigración resulta de esa manipulación y monopolización de ciertos malestares en una dirección, la inmigración como causa.

P. ¿Es real el problema de la inmigración más allá de esos discursos políticos?

R. El problema no es tanto la inmigración sino la problematización de la inmigración. Tenemos una Europa que necesita inmigrantes, que los atrae, pero al mismo tiempo no los quiere. Es una contradicción entre la economía de la inmigración y la política de la inmigración. Los mercados de trabajo atraen a una parte importante de estos inmigrantes, que además entran en su mayoría por los aeropuertos de forma legal. Hay, por un lado, una economía que favorece esa inmigración, junto a una precarización del trabajo de estos inmigrantes, y, por otro, una Europa crecientemente reticente a su llegada. En la última campaña en Países Bajos, el debate no era solo sobre la integración y el islam, como en los años 2000, sino sobre el saldo neto de la inmigración.

El politólogo búlgaro Ivan Krastev, en su libro After Europe (Después de Europa), decía que la crisis de recepción de refugiados de 2015 podría ser la crisis de la crisis, en el sentido de que habría un antes y un después, no por los números de los que llegaban sino por la respuesta. Ante ese miedo a ver crisis migratorias en las fronteras, Europa está dispuesta a todo, incluso a renunciar a sus principios básicos, a los derechos humanos que son el ADN de la UE.

P. Y en esta nueva coyuntura política, el inmigrante acaba desempeñando otro papel, otro estatus en las sociedades europeas.

R. Hay una deriva restrictiva que no solo se pone de manifiesto en la frontera física y geográfica sino también una vez dentro: el acceso a la residencia permanente, al asilo, la acogida, la nacionalidad. Todo eso se va cerrando y se produce una exclusión legal y socioeconómica. Pero también hay fronteras simbólicas, la construcción de los otros otros, que ya empezó a darse a finales de los noventa y en los 2000, con los debates sobre el fracaso de la integración que apuntaban especialmente a la población europea y musulmana. Se crea una sociedad crecientemente saturada en la que se excluye a una parte de la población, ya no solo de determinados derechos como el del voto, si no se accede a la nacionalidad, sino también, a aquellos que ya están dentro, se les excluye de ese nosotros simbólico, con lo que implica de fragmentación, división y, por lo tanto, conflicto.

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By Alberto Ramos

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